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viernes, 1 de diciembre de 2017

JUAN TRAGEDIA 5

Al día siguiente Juan no faltó a la habitual partida de media tarde. Según Chapas, su hijo y él habían llegado a un acuerdo. Al preguntar Juan cuánto cobraría el chico, la respuesta de Chapas fue cortante, pese al tono jocoso empleado:
- Bueno, eso es cosa suya y mía, ¿no?
Juan Tragedia intentó ignorar las miradas divertidas de los demás jugadores, pero sintió su desprecio royéndole por dentro. El resto de la partida fue una tortura para él. Todos le observaban, y estaba seguro de que pensaban algo así como “Mírale, incapaz de trabajar él mismo, y manda a su chico para que le traiga dinero a casa. Y, encima, se pasa el día en el bar”
Cuando regresó a casa, se encontró a su hijo Pedro en su dormitorio. Estaba sentado en la cama, con las piernas cruzadas. Sobre ellas, abierto por las primeras páginas, descansaba un libro. Juan reconoció las ilustraciones. Representaban  la caja de cambios de un automóvil. Así pues, encontró dos razones para sonreír. La primera, su hijo se preparaba para obedecerle con el mismo entusiasmo que ponía en todas sus tareas escolares. La segunda, la más importante para Juan, aún a nivel subconsciente. La puerta de la habitación estaba abierta.
Se quedó allí, con las manos en los bolsillos de la gastada pana, observando durante unos segundos, el bigote curvado por una sonrisa. El estudiante, al parecer ajeno a su presencia, pasó una página más y contempló el nuevo esquema, el conjunto satélites- planetarios. Juan se iba a retirar ya, imaginando que podría ayudar al chico en sus nuevos estudios con lo poco que él mismo sabía de mecánica. Sin embargo, no entró para proponérselo. Quería que fuese Pedro quien se lo pidiera. Entonces, mientras Juan lanzaba una última mirada, su hijo metió la mano en el bolsillo de su camisa. Sacó un paquete de Lucky Strike. Sacó un mechero. Se puso un cigarro entre los labios y, sin levantar la vista del libro, lo encendió.
Juan Tragedia quedó tan sorprendido como una mosca que acude al olor de la miel para quedar atrapada en una tira de papel pegajoso. Estaba a punto de empezar a zumbar como un loco y agitar sus alas con furia cuando se hizo presente aquella extraña y nueva percepción.
Pedro sabía que estaba allí, mirándole. De hecho, ese era el único motivo que tuvo para dejar la puerta abierta. Le había estado esperando, con una cajetilla de tabaco en el bolsillo. La compró, tal vez al salir de la biblioteca, y la abrió sin fumar nada. ¿Cuántas personas compran tabaco y abren el paquete, guardándolo luego intacto?, se preguntó Juan. Bueno, pues casi nadie. El chico había esperado para desafiarle, para encender el cigarrillo cuando él estuviese allí delante, viéndole. Y fumaba, desde luego, justo en sus narices. Le retaba, le retaba a gritarle, intentaba enfurecerle como ya ocurrió en la cocina, el día anterior. Quería demostrar que Juan era incapaz de razonar, que sólo sabía imponer su criterio a la fuerza. Demostrar, en fin, que era un mal padre. O bien, la segunda opción. Si Pedro fingía no verle, Juan podía hacer lo mismo. Simplemente, darse la vuelta y entrar en la sala de estar, saludar a las mujeres de la casa y sentarse a ver la tele. Como si nada. Retirarse. Huir. Claudicar ante su hijo y permitirle que hiciese lo que quisiera con su vida.
Cualquiera de las dos opciones desagradaba a Juan. La primera, porque aumentaría el abismo que le separaba de su hijo, la grieta que empezaba a formarse entre las niñas y él, la cordillera de arrugas que nació de las placas tectónicas de un ajuar gastado.
La segunda, porque Juan siempre acababa huyendo. De sus jefes, de sus problemas, de su familia. De la vida que tanto envidiaba en otros, a la que siempre creyó tener derecho, pero que nunca tuvo agallas para enfrentar. El fracaso de Juan no consistía en perder las batallas, sino en no haberlas luchado jamas. Y, si su hijo sabía eso, si era capaz de utilizar contra él su propia cobardía, sería otra partida perdida. Necesitaba demostrar a su familia  que eran sus reglas las que contaban, que aún tenía capacidad de decisión, que era alguien. Y supo cómo hacerlo. Por una vez, pudo vencer al brillante Pedro.
Con total tranquilidad, Juan entró en la sala de estar, donde las mujeres de la familia veían una película en el vídeo que él nunca quiso comprar. Repartió algunos besos, una caricia distraída en el pelo lacio de su esposa, y cogió uno de los ceniceros que tenía siempre a mano. Con la misma apariencia de calma, regresó a la habitación de Pedro.

Si Juan hubiese conocido la historia de Beowulf y el monstruo Grendel, sin duda habría comprendido al héroe escandinavo. Para entrar en aquellas guaridas, ambos necesitaron de todo su valor. Juan, sin embargo, salió mejor parado que el pobre Beowulf.
Pedro se quedó mirándole, con los ojos entrecerrados del animal que presiente la trampa, pero es incapaz de verla. Miró después el cenicero, y tal vez entonces se dio cuenta de la jugada. Demasiado tarde. Juan, con voz calmada, las manos en los bolsillos tras dejar el cenicero sobre la mesilla, le explicó que no pensaba meterse en su vida, ya que era suya. Si quería fumar, adelante. Pero, mientras lo hiciese en su casa, la que él pagaba, no la llenaría de ceniza y colillas. Bastante trabajaba su pobre madre para tenerla limpia, como para que encima él viniese con esas. Y, mientras durmiese entre las sabanas que ella lavaba y planchaba, mejor sería que tuviese mucho cuidado con quemarlas. No estaba el tema como para andar comprando más, sólo por que le costase mucho trabajo al niño ir a por un cenicero. Que tu madre no está para coserte a ti todos los días, chaval. Así que esto es lo que hay.
- Pero, papá –Pedro pronunció la palabra como si fuese de otro idioma -, ¿entonces no te importa que fume?
Juan le miró largamente. Parecía algo mareado, pensó. Supuso que el muchacho no fumaba habitualmente. Desde luego, era un desafío. Así que sacudió la cabeza de un lado a otro, aunque en su corazón deseaba gritar lo contrario. Después, se giró y se marchó. En el escaso tiempo que le quedaba a Juan Tragedia entre los suyos, Pedro no volvió a fumar en casa.

Al llegar a la sala de estar, sus hijas le miraban con cierta admiración en el rostro. Se acercaron y besaron sus mejillas rasposas. Juan miró a su mujer, y ella le sonrió, orgullosa de su actitud. No sólo no había discutido con Pedro, sino que además demostró preocuparse por ella y por su trabajo doméstico. Un marido ejemplar. Sin embargo, eso no le hizo sentir mejor. Al contrario, era como si todos estuviesen pendientes del resultado de la confrontación, todos confabulados, sabiendo que aquello iba a ocurrir y esperando su reacción. Si Pedro no hubiese olvidado llevar un cenicero a su cuarto, él no habría tenido recursos más allá de la furia y el enfrentamiento directo. Sin embargo, ésta vez salió victorioso. Solo, como siempre, pero victorioso.
Pensó después, mientras el vídeo seguía contando los desgraciados amores del padre Ralph, que aún había formas de demostrarles que era un hombre, el hombre de la casa. Sonrió,  y decidió que también podía demostrárselo a Pilar, en la forma oportuna. No hoy, desde luego. No  iba a estropear su maravillosa actuación enviando a las niñas a la cama mientras disfrutaban de una película con su madre. Pero, ¿por qué no?, mañana sí.

Al día siguiente, mientras esperaba la llegada de su viejo compinche Chapas, Juan tomó un café y decidió, hasta donde era capaz de decidirlo, echar la vuelta a la máquina tragaperras. Tenía toda la tarde libre. Manuel, su hermano pródigo, tuvo que regresar temporalmente a Alemania para resolver unos asuntos de trabajo, aunque prometió volver para una larga temporada.
Para Juan Tragedia, eso de despedirse de aquél hombre, aunque  sólo le conocía de unos días atrás, resultó una experiencia desagradable. Juan sentía un poderoso vínculo entra ambos. Como jamas había tenido hermanos, ni más familia que sus padres, muertos cuando él era un niño, le resultaba difícil asimilar  o analizar aquél vínculo. Sólo sabía que lo sentía, presente y poderoso.
El abrazo de su hermano le hizo vibrar, como si hubiese entrado en una habitación llena de energía estática, y percibió claramente cada músculo, cada fibra de Manuel bajo el caro traje. Estuvo seguro de que lo mismo había sentido el otro, y sonrió entre lágrimas de emoción.
Más tarde se sorprendería pensando que la potencia de sus sensaciones era mayor al haber carecido de ellas durante toda su vida. Y, tal vez, aquellos que siempre las disfrutaron no sabían apreciarlas. Como suele ocurrir, las maravillas cotidianas se adormecen con facilidad y la persona deja de disfrutar cosas como abrazar a un hermano, besar la mejilla de un padre, un hijo, una esposa... tan sólo porque es algo que ocurre a diario, con facilidad.
Por primera vez Juan no sintió envidia  del resto de los mortales, que dejaban pasar a su lado la vida como simples espectadores. Mientras Manuel montaba en su coche e intercambiaban una última sonrisa, Juan pensó que eran los demás los que deberían envidiarle.

Cuando le vio alejarse, montado en su señorial cochazo, dejando tan sólo el número de su móvil para no perder el contacto,  pareció que su esperanzadora nueva vida se alejaba con él. Que la rutina, equivalente siempre a desgracia y fracaso, lo envolvía de nuevo en su manto áspero y opaco. La apatía, vieja compañera, regresó a su lado, y él se dejó arropar por el calor insípido de la nada.
 Por eso, porque esperaba sin saberlo que todo fuese como siempre, le sorprendió ver alinearse ante sus ojos las tres manzanas de Cirsa, como soldados en un desfile victorioso. Alzó los ojos lentamente, apenas consciente de que había ganado dos mil duros. Paco, que ya le traía el chupito de anís, se sorprendió más que Juan.
- Joder, Juanito. Vaya potra. En mi puta vida había visto a ésta máquina dar la especial así.
Juan le respondió que él tampoco, con su sonrisa canina atrapada entre los dientes, tan amarillenta como las monedas de veinte duros que se derramaban sobre la bandeja.
 - Bueno, Juan –exclamó la conocida voz de el Chapas a su espalda -, págate una rondita, que hoy ganamos tres vacas seguidas.
 A las nueve de la tarde eran cinco las vacas ganadas. Juan tenía un beneficio de cinco mil pesetas en el bolsillo. Cuando sus adversarios decidieron rendirse, el rencor brillaba en sus ojos.
- ¿Cómo cojones vamos a ganarle a un tío que liga la real de mano? –se quejó el Agujas, que ese día formaba pareja con Paco.
Juan hizo notar que era el mismo Agujas quien había repartido aquella mano. Pero, para qué discutir, a veces se gana y a veces se pierde.
- Claro, claro –le increpó el pensionista -. Con mis cinco billetes en el bolsillo, yo también me pongo filosófico, nos ha jodido.
Riendo ante el enfado de sus amigos, los vencedores decidieron invitarles a una ruta de verdejos por el barrio. Paco les acompañó, dejando el bar a cargo de su esposa. Mientras salían a la calle en busca del perezoso anochecer, Juan pensó que acostumbrarse a ganar no era nada bueno. Mira si no, el disgusto que lleva el Agujas.

Regresó a casa pronto, pese a las protestas de sus camaradas, y volvió a cenar en familia. Aquella iba a ser su noche. 
Las niñas se fueron pronto a la cama. Juan supuso que a su hora habitual, pero no podía saberlo con seguridad. Pedro, en cambio, pensaba salir después de cenar. Su padre le pregunto a dónde.
- A dar una vuelta al parque, con los colegas –respondió el chico -. Pero tranquilo, que vuelvo pronto. Mañana tengo que trabajar.
Lo había dicho con su descaro habitual, pero Juan percibió cierta inseguridad en el tono. Y sonrió al darse cuenta, decidiendo en aquél mismo instante afianzar su poder. Con estudiada ceremonia, sacó de su bolsillo un billete de dos mil pesetas, resto del finiquito, y se lo alargó al chico. Éste lo miró con deprecio. No pensaba aceptar dinero de su padre, desde luego. Intercambió una mirada de incertidumbre con su madre, que encogió suavemente los hombros, y volvió a mirar el billete. Juan le dijo entonces que, por favor, le  trajese una bolsa de pipas de calabaza a Pilar, de esas que vendían en el puesto de la Paqui, y un paquete de tabaco para él... Pedro, ya más confiado, cogió el billete. Juan apartó su mano vacía...y, por supuesto, se podía quedar con la vuelta.
Pilar fijó la mirada en su labor. Los dedos de Pedro se crisparon en torno al billete, arrugándolo, y los labios se le volvieron como de yeso, blancos, pastosos y apretados. Lanzó una mirada de soslayo a su madre, y fue eso y nada más lo que hizo que se mantuviese en silencio, soportando la rabia y la impotencia. Ninguno de los dos lo supo, pero padre e hijo jamas habían estado tan cerca, tan identificados.
Tras irse Pedro, Pilar no estaba muy segura de qué hacer. Lo normal era que se quedase esperando allí sentada, contemplando sin verla la programación de las distintas cadenas. Esperando a Juan. Sin embargo, Juan estaba allí, a su lado. Ella le miró largamente, como si dudase de su realidad física. La mirada de él, en cambio, decía que estaba deseando comprobar la de ambos... juntos. Mientras ella le observaba Juan Tragedia le propuso que se fuesen a la cama.
- ¿Tan pronto? –interrogó. La falta de costumbre hizo que no notase el tono insinuante.
Juan dijo que sí, tan pronto, antes de que Pedro volviese, y la mujer recogió sus labores, entre aprensiva y esperanzada.

Sumisa, se tendió en la cama, sorprendida por los besos rasposos que golpeaban su piel como proyectiles de catapulta, devolviendo el fuego lo mejor posible, defendiéndose. Las manos callosas y las manos ajadas se buscaban, se ignoraban, se enzarzaban en continuas escaramuzas, despojando al otro del botín de sus ropas. Las de él, aterradora avanzadilla, se lanzaron al asalto de las dos torres gemelas, agrietadas y estriadas ya, coronadas por punzantes almenas de sonrosadas aureolas. Como buena esposa y buen soldado, la mujer intentó cumplir con su deber. Notó el ariete que, atrapado en las redes de tela de los pantalones, pugnaba por salir al aire libre, y le ayudó a hacerlo entre jadeos del esforzado asaltante, arrojando la pana al suelo.
Las manos callosas buscaron entonces entre el matorral oscuro y rizado la entrada al oculto valle, pero lo hicieron sin delicadeza, ansiosas, y fue ella quien jadeó ahora, mordiéndose el labio, al notar los gruesos dedos en busca de un poco de humedad que no brotaba. Se sintió de pronto desnuda, en cuerpo y alma, recorrida por ojos voraces en la penumbra de la alcoba de batalla. El pecho del asaltante subía y bajaba mientras sus cuerpos se hostigaban, y sintió el roce del palpitante ariete, ya cercano a las puertas del valle. La cálida humedad llegó entonces, más por años de educación destinada a saber comportarse en éstos momentos que por causas físicas, y aún así fue escasa. Mientras las manos callosas recorrían su floja retaguardia, apretando el cerco, estrechándolo, la sonrosada almena derecha fue conquistada por el enemigo, devorada, recorrida por una lengua ávida y torpe. El nuevo jadeo de Pilar fue algo más alto, algo más ronco, algo más prolongado.
Y, sintiéndose por fin dispuesta para la rendición incondicional, como única forma de lograr la paz, tomó ella misma el ariete enemigo y lo guió a través del denso matorral negro y rizado, Hasta la entrada del valle. El ariete entró.

La batalla terminó como terminan todas las batallas. Los vencidos, tendidos en el suelo, jadean y se duelen de las heridas con el único orgullo del silencio. Los vencedores rugen su victoria mientras sus soldaditos cansados y escasos abandonan el ariete y se esparcen por la zona conquistada. A lo lejos, tras el oscuro paisaje, una niña escucha los ruidos de la contienda y llora asustada.

No había amanecido aún cuando Juan Tragedia se levantó de la cama. La resaca, habitual compañera de amaneceres más grises, no hizo ésta vez acto de presencia. Y él no la echó de menos en absoluto. Sentado sobre el colchón, con los pies ya en el suelo, contempló por encima del hombro a la mujer desnuda. Era tan diferente a los turgentes cuerpos que veía cada viernes por la noche en el bar de Paco... Sus pechos, algo fláccidos, caían ligeramente hacia los lados. Las caderas le parecían demasiado anchas, aunque tenían tres excusas perfectas para haberse separado tanto de su posición natural.
En cualquier caso, Juan pensó que no era tan deseable como le había parecido la noche anterior. Se levantó, cuidando de no despertarla. No por consideración hacia ella, sino para disfrutar de aquella tranquila soledad. Con idéntico cuidado cogió el tabaco de su arrugada camisa. Buscó el mechero durante todo un minuto antes de recordar que lo había guardado dentro de la cajetilla casi vacía. La llama le cegó al encender un cigarrillo. Aquél día tampoco vería a Manuel. Le resultaba extraño. Aquél encuentro inesperado le había afectado enormemente, pensó mientras caminaba hasta la ventana y observaba la ciudad haragana y gris. 
Desde luego, era lógico que hubiese sido así. No había nada de normal en aquella situación. Contempló la brasa anaranjada del cigarrillo. Al aspirar, aquella punta se encendía con fuerza, vivaz y poderosa, cálida. Sin embargo, cuando abandonaba el pitillo unos segundos y la luz exterior lo rozaba, la punta se volvía gris ceniza. De nuevo fría, de nuevo pálida.
Pensó que era una buena metáfora  para él mismo. Con el aliento vital que Manuel le insuflaba, Juan se convertía en una llama ardiente y apasionada, deseoso de vivir. Un hombre con la posibilidad real de ser él mismo. Los hechos no lo habían demostrado todavía, pero Juan lo sabía. Sentía el cambio en el aire, como sienten los animales el olor de una tormenta antes de que se produzca.
Sin embargo, la ausencia de su hermano le convertía en una sombra, de nuevo Juan Tragedia.
Una furgoneta paró junto a la papelería de la esquina, y un chico joven y gordo dejó en la puerta el paquete de periódicos del día.
Le echaba de menos. Para que darle vueltas, así era. Miró a su mujer, yaciendo inmóvil sobre la cama.  Lo mismo podía ser un cadáver. Desaparecer de su vida. Extinguirse, ser borrada. Y permitir que Juan contemplase en su plenitud el mundo solo entrevisto, medio imaginado,  que su hermano le ofrecía. Un mundo al que no podía acceder con su familia, su lastre, y del que no deseaba hablarles bajo ningún concepto. Deseaba probar la vida en sus más cálidos sorbos, y sólo había una manera de hacerlo.
Mientras caminaba hacia el servicio (retrete le parecía una palabra estúpida), Juan no se preocupó de mirar ninguna de las puertas del pasillo. Sentado en la taza, arrojó la colilla al agua del inodoro, entre sus piernas, y trató de imaginar lo  que haría Manuel en Alemania. Allí ya debía ser de día, ¿no?.
Cerró los ojos, dejándose llevar por el recuerdo. Su propio cuerpo se transformó en algo banal, Ausente, lejano. De pronto, con una fluidez sobrecogedora, la sensación de encontrar a Manuel, de ser Manuel, se filtró en su cerebro. Como un mago que leyese los pensamientos de otra persona. Ante sus ojos cerrados se formó una calle que nunca había pisado, llena de gente desconocida. Los coches llevaban matriculas de algún país extranjero, y algunas persona s le saludaban al cruzarse con él, aunque no era con él con quien se cruzaban, y decían algo que sonaba como “Gutenmorguen”. Una belleza de pelo castaño le sonrió y Juan sintió que se excitaba.
Sus ojos, los de Manuel, se posaron en un edificio de fachada gris, severa y funcional. Estaba justo enfrente, al otro lado de una amplia avenida. Había dos hombres uniformados en la puerta, y un gran letrero coronaba el dintel. Juan trató de leerlo a través de los ojos de Manuel. Una palabra larga, que le pareció impronunciable, excesivamente cargada de consonantes. Una segunda palabra, breve y clara: Bank.
El dolor llegó rápido e inesperado, Un calambre fugaz entre los dedos, un mordisco de serpiente. La última de aquellas oníricas imágenes fue la de la mano de Manuel, sacudiéndose en un espasmo clonado del suyo propio, como si hubiese sentido el mismo dolor.

El cigarrillo se había consumido por completo, alcanzando su brasa mortecina la carne de los dedos, un poco el índice y un poco el corazón. Juan observó la colilla homicida, humeando en el suelo. ¿Qué habría llegado a ver de no acabarse el cigarro en ese momento? ¿Qué sintió Manuel, cuya mano se sacudía al final de la visión?

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